Uno de los ejes temáticos o núcleo esencial del pensamiento social de la Iglesia, es el relacionado con la afirmación y defensa de la dignidad de la persona humana; preocupación presente, cada vez más, en el Magisterio social de los últimos años y al cual Juan XXIII llamó “principio capital de la doctrina social de la Iglesia” (MM, 219).
Lo que constituye la trama y en cierto modo la guía de la Doctrina Social de la Iglesia es la correcta concepción de la persona humana, que emana de la Revelación. En efecto, el tema de la dignidad humana –siempre vinculado al primado, promoción, derechos y deberes del ser humano– nos remite a las Sagradas Escrituras y en especial al libro del Génesis, en el cual el autor inspirado recrea el hecho mismo de la Creación, en la que Dios, en un exquisito gesto de amor sin límites, hace (modela) al hombre a su imagen y semejanza, quien es cúspide de todo lo creado.
Hombre de este mundo, vinculado a él por su corporeidad, el ser humano no cesa de estar abierto a la trascendencia y en búsqueda permanente de una verdad que le defina y dé sentido a toda su vida. Llamado a vivir “la vida virtuosa” (Tomás de Aquino) el hombre “de ningún modo puede vivir sin el hombre” (Lactancio) viviendo cada día, la paradoja de ser, a la vez, barro y soplo de Dios. La dignidad de la persona humana le viene al hombre por ser creado, redimido y llamado a compartir la vida de Dios, y no depende ni se condiciona atendiendo al color de su piel, ni a su edad, ni a su sexo, ni a lo inteligente o diestro que sea en sus labores.
La dignidad la adquiere en su filiación con lo Divino y no la pierde ni por la maldad de su conducta, ni por sus defectos físicos, ni por la enfermedad heredada o adquirida, ni por la disminución de sus capacidades por causas síquicas o vejez, temporales o permanentes, ni por ningún otro condicionamiento. Tampoco proviene, de las concesiones hechas por institución alguna, ni de las normas jurídicas, ni del querer particular de nadie. Solo en aquel gesto supremo de la Creación del hombre (varón y mujer) –haya durado un día (el sexto) o millones de años– se signa la dignidad de la persona humana, “única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo” (GS, 24) y a la cual, como si fuera poco, el Padre envió a su propio Hijo para que, haciéndose en todo semejante a él, excepto en el pecado, asociara al Creador “la vocación inmanente y trascendente de todos los hombres” (Documento de Puebla, No. 3).
La Doctrina Social de la Iglesia proclama que todos los hombres tienen la misma dignidad por ser Hijos de Dios y herederos del Cielo y que todo atropello y menosprecio que a la criatura (el hombre) se haga, se inflige directamente al Creador (Dios). Sin embargo, la historia de la humanidad está llena de evidentes violaciones y olvidos de tal dignidad (varias de ellas, en algunos momentos y lugares, con el consentimiento y participación de miembros de la Iglesia). Hechos como la trata de esclavos, la tortura y la desaparición de pueblos y culturas enteras fueron, y siguen siendo consideradas, verdaderas violaciones al primado del ser
humano y a su dignidad. La humanidad ha transformado sus propuestas, manteniendo unas e incorporando otras como es el caso del terrorismo; la tortura física y moral aplicada sistemáticamente para arrancar confesiones, castigar a los culpables, intimidar a los que se oponen y satisfacer el odio hacia los oponentes; la calumnia y el falso testimonio que destruye la reputación y el honor del otro; las campañas organizadas a favor del aborto, la eutanasia, la muerte médica y el control de poblaciones consideradas “no aptas”, son entre otras, nuevas acciones que atentan contra la dignidad de los hombres, la justicia, la convivencia pacífica y la caridad.
En la raíz misma de todas estas violaciones encontramos una herida profunda a la que habitualmente llamamos, a la luz de la fe, como “pecado original” y que no solo nos incita a separarnos de Dios, sino de los otros (nuestros semejantes) y más aún, de nosotros mismos. El drama del pecado se traduce siempre en una laceración personal y social en la cual se implican de forma desestabilizadora el yo, los otros y el entorno.
La Iglesia, que ha considerado al hombre como su camino, ha sido consciente de las amenazas que se presentan al ser humano de todos los tiempos. Por citar sólo algunos ejemplos, recordemos que:
1. Pio XII (1939 a 1958) –guía de la barca de Pedro en épocas muy difíciles– fue quien dio un profundo giro en la fundamentación de la DSI respecto a la dignidad del hombre, proclamando que “no puede haber paz internacional sin paz en el interior de los pueblos, y ésta no es posible si el orden interno de los pueblos no hace a la persona humana la norma de la sociedad” (Radiomensaje de Navidad, 1942);
2. El Concilio Ecuménico Vaticano II proclamó a una humanidad excesivamente preocupada por el asunto del desarrollo que “El orden social, pues, y su progresivo desarrollo deben en todo momento subordinarse al bien de la persona, ya que el orden real debe someterse al orden personal, y no al contrario” (Gaudium et spes, 26);
3. Juan Pablo II al hablar de las múltiples inquietudes que engendra el progreso científico, técnico y comunicacional en nuestro tiempo, cuestionaba, incluso, si “este progreso, cuyo autor y fautor es el hombre, hace la vida del hombre…, más humana…, y más digna del hombre” (Redemptor hominis, 14);
4. Más recientemente, el Compendio de Doctrina Social de la Iglesia declarando que “La persona no debe ser considerada únicamente como individualidad absoluta (…) Tampoco debe ser considerada como mera célula de un organismo dispuesto a reconocerle, a lo sumo, un papel funcional dentro de un sistema” (Compendio, 125).
Todos ellos recuerdan que la justicia social solo puede ser conseguida si se respeta la dignidad trascendente del hombre y si se vela porque la persona humana sea el fin último del ordenamiento de la sociedad.
El respeto de la persona humana implica, en términos prácticos y jurídicos, el de los derechos inherentes de su dignidad de criatura; derechos que son anteriores a la sociedad y se imponen a ella.
Toda la vida social es expresión de su inconfundible protagonista: la persona humana. De esta conciencia, la Iglesia ha sabido hacerse intérprete autorizada, en múltiples ocasiones y de diversas maneras, reconociendo y afirmando la centralidad de la persona humana en todos los ámbitos y manifestaciones de la sociabilidad.
Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia
Por MANUEL MARRERO ÁVILA
En Espacio Laical 2/2007
No hay comentarios:
Publicar un comentario